Solo en un contexto de carencias educativas
y emocionales nace la relación simbiótica (en ocasiones, sadomasoquista) entre
empresauro y sus huestes medievales. La clave aquí está en la autoestima del zombie
que, progresivamente, en un ejercicio de tira y afloja constante con el
empresauro, termina desarmándose hasta convertirse en un ser sumiso y ciego.
Se trata de, en la mayor parte de las ocasiones, de seres cabizbajos, taciturnos, rencorosos y frustrados que en algún momento de su vida han sufrido abusos por parte de otras personas con resultados nefastos en su personalidad. Una vez que el empresauro detecta esta debilidad, comienza a desmontar su dañada personalidad hasta que un día no se reconoce a sí mismo como las persona que un día fue. El proceso es burdo y kafkiano pero los resultados en Españistán hablan por sí mismos. También los padefos suelen entrar en esta dinámica por la cuarta parte del sueldo de quien les somete, su señor feudal. Las víctimas convertidas en verdugos se repiten hasta el infinito creando una atmósfera de ahogo y desesperación en los lugares de trabajo. En lugar de existir creatividad en los trabajadores, hay enfermedad. En vez de ilusión por los proyectos, existe depresión.
Al final, las únicas beneficiadas de
toda esta espiral inaudita en la que prima el poder bruto, la mediocridad y las
relaciones interpesonales distorsionadas son las empresas farmacéuticas, que no
paran de producir pastillas para que el personal se enajene de toda esta
catástrofe emocional. Parece imposible pero pasa todos los días en muchas empresas
de Españistán.
Para entender este juego de perversión
laboral y moral hay que hacer mención al concepto de “norma”. En las empresas
hispánicas es el empresauro quien las dicta de manera arbitraria pero como sus
ejércitos no las cuestionan –primero por miedo, y después cuando caen enfermos,
por convicción ciega- en este punto empieza a enredarse todo. De manera que una
ocurrencia que se le pasaba por la cabeza en ese momento a un empresauro
mediocre termina convirtiéndose en una verdad suprema e incuestionable. Al
final no solo tiene la culpa el empresauro que no para de parir estupideces y
ordinarieces sino el propio ejército de zombies que es el encargado de
revestirlas con un manto de armiño para dotarlas de categoría de Ley. A partir
de ahí, lo que era una gilipollez empieza a tornarse en verdad y más adelante,
cuando los padefos no soportan más irracionalidad, en enfermedad colectiva.
Las reglas del juego se quiebran en el
momento en el que la gente sana se deja llevar por la irracionalidad sin
cuestionarla. Fue, precisamente, Heinz Leymann, el primer investigador y
pionero en la divulgación del acoso psicológico (o mobbing) en Europa, quien pone sobre la mesa un argumento
tan tajante como demoledor: “una sociedad que deja impune el ejercicio de la
violencia y a los violentos está perdiendo sus valores y entregándoles, sin la
más mínima queja, el poder de dictar las normas”. Si entendemos esto, queda
claro que papel juega cada uno en este perversa relación laboral en la que unos
cuantos dejan a merced de un “dictador” sus derechos y, por qué no decirlo,
también sus ojos.
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