La época de la disociación
Sé reconocer en ti también esa disociación con la
época que te ha tocado vivir. No eres ni mucho menos conformista pero estás
dotado con un espíritu práctico que te impide dejar pasar el mundo ante tus
ojos sin actuar sobre él. Llámame romántica pero es que no concibo un mundo
sino es con amor, con compasión y generosidad. Y en este punto no admito
sucedáneos. El amor no puede ser costumbre y mucho menos apego. Eso es,
precisamente, lo contrario al amor. El amor tiene que ser locura, no al estilo
de Hollywood -eso es un error
catastrófico- sino destructivo, oscuro, insolente, apasionado; tal y cómo se
describe en las novelas de Lord Byron. En definitiva, vivo y demoledor.
Porque
si no es el amor el que nos sacará de este letargo vital ¿entonces quién lo
hará? ¿serán los mercados? ¿o las instituciones? Tú te echas las manos a la
cabeza cuando me escuchas soltar –en tu opinión- estas sandeces idealistas.
Te
aseguro, padre, que el idealismo es lo que me ha mantenido viva todos estos
años. Cuando me marchaba a la cama, harta de soportar tanta frialdad e
indeferencia, entonces comenzaba un espacio cálido y familiar, dominado por
sentimientos que siempre han estado ahí y sin embargo, por pudor, no me he
atrevido a mostrar. Me he censurado tanto que un día no pude reconocer a la
persona humana y generosa que siempre fui. Y eso me asustó y paralizó. Ello,
unido al duro golpe que experimenté al pasar por ese trabajo tóxico, a un
trauma familiar que encajo con enorme dificultad y a una relación que me exigió
tanto que se olvidó de ver que el ser marchito y deteriorado que tenía frente a
él no era sino un ser enfermo que reclamaba un poco de comprensión y “tiempo
muerto”.
Y sin embargo, seguí jugando –ya sin piernas, ni brazos ni dorsal- porque
no podía tolerar parar el tiempo en ese instante. ¿Quién era yo para poner el
contador a cero?¿y cuáles eran las consecuencias de hacerlo? Y mientras más lo
pensaba, más me consumía porque estas circunstancias no me acompañaban. Todo lo
contrario, se habían encaramado a mi espalda. Si solo hubiera sido el peso el
factor que tenía que manejar es posible que, con mucho esfuerzo, hubiera
llegado más lejos. Pero no, sobre mis pies se extendía un mar de arenas
movedizas.
¿Te acuerdas de aquella escena del libro de la Historia Interminable
en el que Artrax, el caballo del guerrero Atreyu, se hunde en las arenas
movedizas del Pantano de la Tristeza? Pues algo así me paso a mí. Tenía
espaldas suficientes para cargar con estas y cien mil historias más sin embargo,
llegó un momento que pisé en falso y la tristeza se apoderó completamente de
mí. Entonces, los problemas que hasta ahora había arrastrado con aparente
soltura cambiaron y se hicieron más pesados o quizás fue el fango, que podría
absorberlos con mayor facilidad.
Continuará
By Alexia de Tocqueville
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