La doleur exquise
Definitivamente, dejemos de una vez por todas la
religión a un lado y hablemos de nosotros y de nuestros partidos de palas en la
playa. Yo me aburría soberanamente y tú también así que ninguna manera mejor de
malgastar nuestro tiempo que mantener una pelota de plástico en el aire. Antes
que dejarla caer hubiéramos entregado la vida.
Así somos, padre, inasequibles
al desaliento. En todo en la vida. Esto nos ha reportado muchas alegrías pero
también otros tantos tormentos. Siempre hemos dejado pocas cosas al azar y lo
mejor de la vida (también lo peor) no se trabaja, simplemente sucede. Cuántas
veces he deseado que sucediese algo, una señal que me orientase un poco entre tanto
caos. Sí, lo sé, el caos también tiene su orden pero yo no lo he encontrado.
¿Lo has hecho tú? Mira que lo dudo.
A las chicas victorianas como yo nos cuesta
enormemente entregarnos al caos. Por eso llevamos corsé, para experimentar la
doleur exquise, que llaman los franceses. Toda una excentricidad
tan deliciosa como liberadora. No te tapes los ojos, padre. La gente tan rígida
como yo necesita trascender de vez en cuando. Por esa razón pinto el caos.
Porque soy incapaz de disfrutar en él por mucho que me lo proponga. Pintarlo,
de alguna forma, me libera y me adentra en sus profundidades como creadora.
Cada vericueto responde a un por qué que solo yo conozco. Es lo bueno de la
pintura, que además de sublimar convierte al artista en poseedor de la llave de
la percepción aunque no necesariamente del significado. Para completar este
último hace falta, al menos, uno más: el espectador.
Esto me recuerda a la
vida. ¿Qué belleza encierra si no podemos compartirla con el otro? Si bien es
cierto que las montañas nunca desaparecerán de allí (o sí), si nadie habla de
ellas, entonces parecerá que nunca han existido. El verbo siempre engendra lo
que anuncia. Por eso lo de los hijos, ¿verdad, padre? ¿Quién si no hablará de
nosotros cuándo estemos muertos? A mí, sinceramente, me preocupa la
indiferencia en vida. Tantas y tantas personas invisibles porque nadie se
acuerda de mencionarlas. Eso sí que es triste, padre. Muertas en vida porque
nadie pronuncia su nombre.
Eso es, quizás, una de las cosas que más me asombra
de este mundo. La ingratitud de las personas y el egoísmo desgarrador que
recorre cada meridiano, cada paralelo... Así muere el amor y todo lo bueno que
existe en este mundo. Por negligencia humana que olvida –con mayor o menos
conciencia- pronunciar una palabra de amor a quién la está esperando con una
mirada. ¿De verdad cuesta tanto, padre, decir te quiero cuando uno así lo
siente? ¿Es posible que nos juguemos tanto las personas por pronunciar estas
dos palabras? Yo no sé tú pero a mí me han faltado te quieros en la vida. Y eso
me entristece. Saber que el ser humano mide tanto sus palabras en los momentos,
que se supone, deben ser espontáneos y liberadores. ¿Es que no libera decir te
quiero, padre? Parece que no. Más bien condena. Será por ello que es más caro que
el azafrán. Un extraño caso en el que la oferta y la demanda no se ajusta a
pesar de que esta última es infinita. Entonces ¿por qué cuesta tanto, padre? En
mi caso, hasta mi madre me los ha dosificado. Imagino que para no morir de amor
por sobredosis.
Cuántas aberraciones en nombre de no se qué enferma cultura.
Como si recibir un amor excesivo nos situase en un plano de debilidad ante un
mundo tan enfermo de crueldad. Todo esto, por supuesto, teniendo en cuenta que
ese amor se siente y por eso desea ser expresado. Otra cosa es que hayamos
perdido la capacidad de amar y las palabras, por tanto, sean lo de menos. Si
hemos llegado a esto, entonces, definitivamente, me mudo de época y reniego a
pertenecer a un mundo tan desvirtuado. Aunque ahora que pienso, ya lo hice hace
tiempo.
Continuará...
By Alexia de Tocqueville
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