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viernes, 29 de agosto de 2014

Cartas a mi padre. Parte IX.

La doleur exquise

Definitivamente, dejemos de una vez por todas la religión a un lado y hablemos de nosotros y de nuestros partidos de palas en la playa. Yo me aburría soberanamente y tú también así que ninguna manera mejor de malgastar nuestro tiempo que mantener una pelota de plástico en el aire. Antes que dejarla caer hubiéramos entregado la vida. 

Así somos, padre, inasequibles al desaliento. En todo en la vida. Esto nos ha reportado muchas alegrías pero también otros tantos tormentos. Siempre hemos dejado pocas cosas al azar y lo mejor de la vida (también lo peor) no se trabaja, simplemente sucede. Cuántas veces he deseado que sucediese algo, una señal que me orientase un poco entre tanto caos. Sí, lo sé, el caos también tiene su orden pero yo no lo he encontrado. ¿Lo has hecho tú? Mira que lo dudo. 

A las chicas victorianas como yo nos cuesta enormemente entregarnos al caos. Por eso llevamos corsé, para experimentar la doleur exquise, que llaman los franceses. Toda una excentricidad tan deliciosa como liberadora. No te tapes los ojos, padre. La gente tan rígida como yo necesita trascender de vez en cuando. Por esa razón pinto el caos. Porque soy incapaz de disfrutar en él por mucho que me lo proponga. Pintarlo, de alguna forma, me libera y me adentra en sus profundidades como creadora. Cada vericueto responde a un por qué que solo yo conozco. Es lo bueno de la pintura, que además de sublimar convierte al artista en poseedor de la llave de la percepción aunque no necesariamente del significado. Para completar este último hace falta, al menos, uno más: el espectador. 

Esto me recuerda a la vida. ¿Qué belleza encierra si no podemos compartirla con el otro? Si bien es cierto que las montañas nunca desaparecerán de allí (o sí), si nadie habla de ellas, entonces parecerá que nunca han existido. El verbo siempre engendra lo que anuncia. Por eso lo de los hijos, ¿verdad, padre? ¿Quién si no hablará de nosotros cuándo estemos muertos? A mí, sinceramente, me preocupa la indiferencia en vida. Tantas y tantas personas invisibles porque nadie se acuerda de mencionarlas. Eso sí que es triste, padre. Muertas en vida porque nadie pronuncia su nombre. 

Eso es, quizás, una de las cosas que más me asombra de este mundo. La ingratitud de las personas y el egoísmo desgarrador que recorre cada meridiano, cada paralelo... Así muere el amor y todo lo bueno que existe en este mundo. Por negligencia humana que olvida –con mayor o menos conciencia- pronunciar una palabra de amor a quién la está esperando con una mirada. ¿De verdad cuesta tanto, padre, decir te quiero cuando uno así lo siente? ¿Es posible que nos juguemos tanto las personas por pronunciar estas dos palabras? Yo no sé tú pero a mí me han faltado te quieros en la vida. Y eso me entristece. Saber que el ser humano mide tanto sus palabras en los momentos, que se supone, deben ser espontáneos y liberadores. ¿Es que no libera decir te quiero, padre? Parece que no. Más bien condena. Será por ello que es más caro que el azafrán. Un extraño caso en el que la oferta y la demanda no se ajusta a pesar de que esta última es infinita. Entonces ¿por qué cuesta tanto, padre? En mi caso, hasta mi madre me los ha dosificado. Imagino que para no morir de amor por sobredosis. 

Cuántas aberraciones en nombre de no se qué enferma cultura. Como si recibir un amor excesivo nos situase en un plano de debilidad ante un mundo tan enfermo de crueldad. Todo esto, por supuesto, teniendo en cuenta que ese amor se siente y por eso desea ser expresado. Otra cosa es que hayamos perdido la capacidad de amar y las palabras, por tanto, sean lo de menos. Si hemos llegado a esto, entonces, definitivamente, me mudo de época y reniego a pertenecer a un mundo tan desvirtuado. Aunque ahora que pienso, ya lo hice hace tiempo. 

Continuará...
By Alexia de Tocqueville

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