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viernes, 29 de agosto de 2014

Cartas a mi padre. Parte IV

La importancia del tiempo y el amor a la música

Tú me enseñaste a amar la música clásica con esos maravillosos vinilos de Deutsche Grammophon. Nunca supimos crear música pero siempre tuvimos una sensibilidad exquisita para apreciarla. ¿Sabes? La música clásica ha añadido a nuestra existencia vulgar un toque de solemnidad y distinción. Una elevación espiritual difícil de alcanzar sin unos acordes bellos. Nunca entendí la vida sin una melodía. Creo que tú tampoco. La vida está incompleta sin una composición digna. Como te he comentado es demasiado vulgar para digerirla tal cual. ¿No te lo parece? Esos acordes no hacen sino añadir intensidad y dramatismo a una existencia tan silenciosa como dolorosa. 

Pero sí, a mí el dramatismo que la vida trae de serie me parece demasiado tosco y vulgar. De hecho, hasta ridículo. Siempre he amado lo sublime, en el sentido romántico del siglo XVIII. Esa estética ensordecedora que eleva, rapta y transporta. Esos paisajes dramáticos de Turner, repletos de una naturaleza sobrecogedora e irregular. Capaces de estimular el alma más ruin. Siempre he sido demasiado romántica para un siglo que es incapaz de crear algo sublime ni de emocionarse con un bello abismo. Esto es sobrecogedor y demoledor. ¿No te parece? Cuando supe que el romanticismo no resucitaría en una tierra de muertos entonces no me importó empezar a pasar un poco de frío. 

De verdad que me niego a admitir que ni si quiera la soledad vaya acompañada por una melodía singular. ¿Cómo hemos llegado a esto, padre? ¿Por qué un mundo tan bello y una época tan fascinante adolece de esta aplastante vulgaridad? ¿Dónde se han marchado los dedos que, con su música infinita, nos transportaban a un tiempo mejor? ¿Encerrados en un vinilo alemán? Dan ganas de dejar la casa abierta e iniciar un viaje para no volver. Te preguntarás por qué la puerta abierta. Porque el viaje es interior. La casa solo nos ha sido prestada para que no nos sintamos tan desamparados. Sus paredes ponen límites a un mundo que nos parece demasiado grande y sobrecogedor. Al parcelarlo, creamos de forma artificial un muro de seguridad que nos separa aún más del otro. Pero todo esto es una falacia porque, a pesar de estar juntos no somos capaces de regalarnos una mirada sincera y menos una dulce melodía. 

Recuerdo hace mucho tiempo que un violinista me dedicó unos acordes sublimes en un restaurante de Praga. Aunque pagué, la intensidad de la melodía me sobrecogió el alma y los ojos se me llenaron de lágrimas. Y eso animó al violinista a entregarse aún más en una especie de escalada artística que dejó mudo al resto del auditorio. 

Creo, de veras, que en un mundo tan insípido los seres que lo habitamos estamos esperando una señal para entregarnos en todo nuestro potencial a pesar de la catástrofe emocional que esto pueda conllevar. Estamos locos por destapar nuestro verdadero potencial sin sentirnos juzgados. Sin embargo, en su lugar, nos esforzamos en pasar una pantalla más en la Play. El mundo es tan agotador que la gente tiene que desconectarse reconectándose a una máquina. Pero esto no es desconexión sino miedo a enfrentarse a uno mismo, a la soledad del momento. ¿No lo crees así, padre? Curiosamente aquellos que más alardean de la importancia del tiempo son aquellos que actúan con más desconsideración hacia él.

Continuará
By Alexia de Tocqueville

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